
Hoy os hablo de una tienda de mi barrio, la única superviviente después de los grandes centros comerciales y de este periodo que estamos viviendo el cual no voy mencionar su nombre. No vamos hacer más sangre.
La pasada semana mientra esperaba el autobús me fije en su polvoriento escaparate, en él vi antigüedades que hoy llamamos artículos vintage. Digno de coleccionistas aficionados y de adictos a a los complementos originales de la época.
Cuenta mi familia que tendrá más de cuarenta años. Y que curioso, ahí sigue con el mismo regente y los mismo productos hoy polvorientos por el paso del tiempo. Hace tiempo que colgó el cartel de se alquila, y a pesar de todo continua y sigue intentando liquidar el oro al precio oficial del metal. Quizás lo perfumes tengan solera y los relojes marquen la hora de antaño.
Me he encaprichado de unas gafas de pasta, de esas que he conocido a través de las fotos de mi familia, biseladas, enormes, de las que tapan todo el rostro. Las veo todos lo días de la que espero la línea 1 y me pregunto: ¿tendrán el mismo precio que antes? ¿tendría que pagar en pesetas?. Miro el escaparate pero no me atrevo a entrar, pienso que si entro pasaría la línea del tiempo y me remontaría a los años 70. De repente me saldrían plataformas en los pies, de mis piernas asomarían unos pantalones con una gran pata de elefante y mi cara estaría tapada con unas grandes gafas de sol.
Sigo mirando el escaparate y veo productos cosméticos, relojes, bolsos, encendedores, medallas de comunión, objetos de decoración y al fondo Josma, sentado observa una caja rectangular que ilumina los horribles programas de la tarde. Y yo, no me atrevo a entrar.